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El Dogo Argentino


LA CAZA DEL JABALI, CON PERROS Y A… JULEPE

Viajamos por separado ya que Rubén lo haría con su familia. Nos encontramos en Mercedes un 20 de diciembre.

Rubén es imprevisible, empezó por desplegar una impresionante vestimenta que incluía -en su tono camouflage- desde boina, hasta un pañuelo para el cuello, y otro para sonarse los mocos. Bajé la vista, miré mi jean descolorido, mi camisa vieja y mi camperita media raída y comencé a sentirme pobrecito y a destono. Mi vieja, viejísima gorra la metí en el bolso. Una semana antes algo me había dicho del camouflage pero, como no íbamos a la guerra, no le presté atención.

NUESTRA ARTILLERIA Y OTROS ENSERES

Saqué la gamuza y empecé a repasar mi carabina Browning .308 con su mira Weaver 4x32 con lo que a cien metros sabía hacer saltar un durazno. Rubén desenfundó su Ithaca 12,2 ¾ y dos inacabables ristras de cartuchos cargados con postas 000,00,0 Sluger y Breneke.

Cargué mi lujosa Browning Belga 9mm. Para; y en eso estaba cuando mi amigo sacó a relucir (como me lo temía) sus dos Smith 686, uno con cañón de 4" y otro de 6". Y como él tira a dos manos puso las armas en sus costados.

Así la cosa llegó la camioneta con los mercedinos. Venían vestidos poco más o menos, como yo. Camperitas, zapatillas y protectores adicionales para tobillos y pantorrillas, y el infaltable sombrero. ¿Debo decir que saqué mi viejísima gorra del bolso y me la puse?.

En la caja venían seis perros mestizos con la carne justa. No estaban gordos ni flacos. Sólidos y fuertes. Su aspecto denotaba de lejos su cruza con el dogo. Permanecían dócilmente atados a la baranda.

En la cabina nos acomodamos los cuatro como pudimos, que en las cacerías no hay comodidades. Entre mis pies encontré una caja de zapatos que, cuando la abrieron, vi que contenía agujas de coser e hilo, jeringas hipodérmicas, gasas, alcohol y ampollas de "Coagulé". Este remedio hace que la sangre coagule rápidamente en caso de heridas. También supe que este curioso botiquín era para "zurcir" los perros si salían despanzurrados de la trifulca. Y debo decir que hablaban con ternura de sus perros, y les dolía mucho -así lo decían sus bocas y sus caras- el recordar un perro perdido en la caza.

LAS ARMAS Y SU USO EN ESTA CACERIA

A mi primer asombro -mi amigo totalmente camouflado- sucedió el segundo que no fue otro que la caja de zapatos y su contenido. El tercero fue cuando el contador nos dijo, seco y tajante, que: "Bajo ningún concepto y por ninguna circunstancia podíamos disparar, una, cualesquiera, de nuestras armas". "Que si sabíamos que la caza se efectuaría con los perros y a cuchillo (lo sabía mi amigo, no yo) no entendía el por qué de semejante armamento". "Que nunca había gustado de eso de disparar un tiro y en dos minutos se acababa todo". "Que como él nos lo proponía lo íbamos a degustar y paladear largamente". "Que el verdadero peligro estaba en el uso de nuestras armas bajo tensión y stress".

Argumentos sobre el riesgo cierto para nuestras vidas en un lance con una fiera salvaje sin contar, para nuestra defensa, nada más que con un cuchillo y unos perros. Nos aseguraron, ambos, que salían a cazar, no a jugar sus vidas o la de sus eventuales acompañantes. Que en los largos años en que venían practicándola de esta manera (perros y cuchillo), y no la entendían de otra manera, con un mínimo de cuidado nunca se habían visto comprometidos, que en este tipo de caza, como en otras tantas actividades deportivas, había mucho de folklore.

No había concesiones, las armas debían quedar en la camioneta, ¡tómelo o déjelo!

Optamos por tomarlo y vivir este algo nuevo y desconocido para nosotros. Debo confesar que a mi me ayudó a decir SI, los ochocientos kilómetros que hay entre Buenos Aires y Mercedes. También empujó mi sí, el no volver a casa zapatero.

Con la anuencia de nuestros anfitriones no renuncié a mi fiel pistola -única arma de fuego en la partida- pero bajo solemne y formal promesa de no usarla. Mi pistola me resultaba un eficaz "anti julepe".

Un par de cientos de kilómetros nos acercaron a la Provincia de La Pampa y al campo elegido por los puntanos. Era una noche de "esas", cerrada, sin luna y sin estrellas. Ya en el campo y cerca de lo que creo era un galpón, improvisamos un precario asado con el capot de la Ford de mesa. El vino fue tan poco que se nos hizo nada.

EL COMIENZO DE LA CACERIA

Alrededor de las 22 hrs. Comenzó la cacería al ser soltados los perros atados en la caja. Me llamó la atención un hermoso rebenque de gruesa lonja que llevaba el baqueano. Ignoraba él para qué lo llevaba, y como ya mucho llevaba preguntando, decidí callar para aprender más.

Nos adentrábamos en el monte. La jauría adelante. Entreverados entre los perros, ora el contador, ora el baqueano con sus pequeñas linternas revisando cada palmo del terreno en busca de huellas. No muy lejos, pero bien atrás, Rubén y yo, ansiosos, intrigados, preocupados, y hasta temerosos de que fuéramos nosotros, precisamente, los que lleváramos por delante el jabalí.

No sé cómo, tampoco sé el por qué, pero un perro ladró y en medio de su ladrido, recibió un rebencazo que le hizo erizar el cuero. Volvió a reinar el absoluto silencio solo quebrado por el resollar de los perros, inquietos, excitados y agitados por un andar presuroso, trotando las más de las veces, venteando siempre. Y es que durante la cacería debe imperar el silencio.
No se puede hablar, y muchísimo menos, ladrar. Después me dijo el baqueano que el perro que había ladrado era relativamente nuevo en la cacería pero confiaba en que pronto lo tendría enseñado. Recordé la gruesa lonja del rebenque y no me quedaron dudas de que el perro pronto aprendería.

Llevábamos más de dos horas de marchas y contramarchas por un monte cerrado y, pese a la baquía de los mercedinos, y a los perros ¡nada! En este estado resolvieron volver a la camioneta (¡jamás, jamás, podré saber cómo se orientan!) para dormir un par de horas. Pese al monte y a la negrura de la noche, ¡llegamos! Mi amigo Rubén sacó… una bolsa de dormir dentro de la que se acomodó con sus revólveres. Los lugareños sobre la madre tierra, pero bajo un árbol. Tal vez por mi cabello blanco logré la comodidad de la cabina. Los perros volvieron al cautiverio de la caja. Hacía un frío de… perros!

REINICIAMOS LA CACERIA

Eran más de las 4:30 cuando, soltados los perros, estábamos listos para continuar la cacería. Mi amigo renunció a ella. Prefirió quedarse en la calidez de la bolsa de dormir.

Llevábamos más de una hora caminando a buen paso. Ya en dos o tres oportunidades los perros se habían apartado de nosotros detrás de un rastro, pero nada. Incluso con el primer clarear llegamos a una pequeña aguada en la que había rastros frescos, pero igualmente, nada. Salimos del lugar para reinternarnos en el monte detrás de los perros. No habíamos andado ni veinte minutos cuando los perros salieron disparados. Un momento después empezamos a escuchar los ruidos propios de una refriega infernal. El aire traía gruñidos, resoplidos y bufidos. Corrimos al teatro de la lucha, me encontré con un espectáculo sobrecogedor, una escena que impacta y golpea calando hondo. Una chancha de algo más de 150 kilos de peso ya derrotada, pero no vencida, chillaba y bramaba sujetada por los perros sin entregarse todavía. Cabeceando, la jeta balanceando, colmillos en ristre perdidos en el aire. Con perros que no sueltan, con perros que no aflojan y pelean.

Los mercedinos me hacían el honor (¡con qué gusto lo hubiera rechazado!) del remate entregándome un inmenso cuchillo para ello. Ya en el viaje habían explicado con lujo de detalles dónde debía clavarse el cuchillo, siempre buscando el corazón. Me apuraban la decisión en tanto me recomendaban una y otra vez que cuidara no cortar un perro. Y por aquello de que la Historia nada dice de los cobardes y sólo habla de los valientes, me metí en medio de aquel entrevero de perros y chancha, en tanto me encomendaba a Santa Rita abogada de imposibles.

Reitero que un espectáculo de esa laya impresiona. Los combatientes en la lucha por la vida no dan cuartel, derrochando bravura, coraje y saña. Se me hace que por instinto saben que el que se achica, se muere. Los perros exteriorizan una ferocidad que el común de la gente desconoce y que aumenta con la sola presencia del hombre, su amigo y compañero.
Es el hombre con su intervención quien dirá hacia dónde se inclinará el fiel de balanza, en qué platillo estará la vida y en cuál la muerte. Esa intervención me la reclamaban los mercedinos en la inteligencia, de que, si la lucha se prolongaba, la chancha podría abrir a algún perro que por milagro todavía seguían indemnes.

Por momentos me achicaba, en otros me agrandaba. La boca abierta. El corazón a 130. Había perdido, estoy seguro, un excelente julepe que tenía. Mi gran demora en terminar la cosa pasaba más por el no saber cómo hacerlo (¡qué no es fácil!!!) que por otra cosa. Por supuesto que a esa altura tenía conciencia plena de que estaba en el baile, y tenía que bailar, y si me había tocado la más fea era porque yo la había elegido. No tengo hoy todavía muy en claro si solo o con otra ayuda, además de la de los perros, yo conseguí despenar la chancha.

Cuando el paisano me dijo: "rápido para los mandados" caí en la cuenta que aquella eternidad se componía de un minuto escaso.

EL ACARREO, LA VUELTA A CASA, MI TROFEO

Le abrieron la panza y extrajeron sus vísceras. El cinturón del baqueano afirmado en el morro reemplazó la soga olvidada.
El contador y yo, cada uno prendido a una pata. Tirábamos semi agachados. El cansancio nos la hacía más y más pesada. En algún momento sugerí la conveniencia de dejarla y que otros vinieran a buscarla. (¿Quiénes?). Pese a la ropa teníamos rasguños por todo el cuerpo que la transpiración, pese al frío, hacía arder. Llevábamos dadas mil vueltas y rodeos buscando pasos y claros entre una vegetación que pretendía impedirnos el avanzar en tanto no perdía oportunidad de arañarnos. ¡Si que echamos los bofes tira que tira!

Ya bien entrada la mañana llegamos a un punto (rato antes hubo una trepada a un alto árbol) desde el que, muy a lo lejos, se veía la camioneta que el contador fue a buscar. En la espera me senté sobre la chancha. ¡Era mi trofeo!, ¡Era "mi" chancha!, ¡Qué jorobar! La pereza privó a mi amigo del lauro, de una experiencia única, de lo inolvidable.

Llegados a Mercedes nos banqueteamos con ese jabalí de novela, y la mesa se hizo grande con los amigos, de los amigos. ¡Había para todos!

Tenían razón los mercedinos. Esta es la caza ancestral en la que el cazador tiene que poner "sus"… hígados en ella. En la que se siente la adrenalina propia y la de los otros. En la que se cuida, y se teme, por la integridad de los perros casi tanto como la propia. Si hay violencia en la caza es una violencia legítima, ya que en la Naturaleza toda vida se mantiene a costa de otra vida. Es probable que quienes se escandalicen por lo narrado, y la suerte del jabalí, no hayan caído en la cuenta del axioma mencionado.

Al filo del mediodía de ese día de Nochebuena llegué a mi casa. Tiré sobre la mesa un par de orejas y dos grandes colmillos. Y pasada la euforia de la vuelta, y los besos, y los abrazos, y cuando mi hijo Luis Pablo solícito buscaba las cosas para limpiar las armas, le dije canchero: "Tranquilo pibe. Tu viejo no precisó de armas para cazar el jabalí. Sólo usé mi coraje". Lamentablemente, creo que olvidé decirle que a este jabalí, lo habían cazado los perros.

por Miguel Sambataro